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ENTREVISTA

Juan Plantas, etnobotánico: “Mallorca ha sido ocupada de manera pacífica, pero conserva los mejores olivos”

Juan Plantas, etnobotánico, psicólogo, pedagogo y naturalista.

Alberto Fraile

Mallorca —
8 de mayo de 2025 07:28 h

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Etnobotánico, psicólogo, pedagogo y naturalista, Juan González Simonneau (Madrid, 1952), más conocido como Juan Plantas, lleva más de cuarenta años explorando el vínculo profundo y misterioso entre el ser humano y el reino vegetal. Presidente de la Asociación Sábila —una institución dedicada al estudio, la protección y la difusión de las plantas medicinales—, su vida es un viaje de síntesis entre la sabiduría ancestral de los pueblos indígenas y los lenguajes contemporáneos del conocimiento.

Desde las selvas del Orinoco hasta los senderos del Camino de Santiago, su trayectoria combina expediciones etnobotánicas, investigación bibliográfica y enseñanza vivencial, siempre desde una mirada integradora. Para Juan, la planta no es solo un recurso terapéutico: “Es símbolo, presencia viva y aliada espiritual”.

De paso por Mallorca para ofrecer un taller sobre el aloe vera, Juan propone algo más que una clase sobre fitoterapia: propone un viaje interior en diálogo con las plantas. Una invitación a reconectar con la dimensión emocional, racional y espiritual del ser humano a través del lenguaje silencioso —y profundo— de lo vegetal.

Siempre se habla de Mallorca en términos de turismo o de mar. ¿Qué destaca del mundo vegetal mallorquín?

Mallorca guarda auténticas joyas botánicas. Algunas de ellas, para mí, son especialmente queridas. Es cierto que la presión turística —y la especulación urbanística— ha reducido considerablemente muchas de sus zonas naturales, pero aún quedan espacios de una riqueza vegetal notable.

Aunque una parte de la isla ha sido comprada y ocupada de manera pacífica —aunque no por ello menos transformadora—, Mallorca sigue conservando algunos de los mejores acebuches, olivos silvestres, que yo haya visto.

El olivo, de hecho, es otra de esas plantas que siempre quiero tener cerca. Es uno de los árboles más antiguos del Mediterráneo, y su medicina es profunda: fortalece el corazón, mejora la circulación, baja la presión arterial, combate el colesterol... Y eso sin hablar del aceite: un verdadero “oro líquido” tanto en lo alimentario como en lo terapéutico.

Si tuviera que elegir una planta que represente a Mallorca, elegiría el olivo sin dudar.

Pero también me consta que, al menos hasta la primera mitad del siglo XX, se había documentado la presencia de mandrágoras en la isla —por ejemplo, en el Barranc de Biniaratx—. Hay estudios antiguos que inventariaban las plantas medicinales de toda la península ibérica y las islas, y la mandrágora estaba entre ellas.

Y no olvidemos el romero mallorquín, que tiene una fuerza que a mí me conmueve. Es potente, aromático, medicinal. Una presencia viva del alma vegetal mediterránea.

El romero mallorquín es una presencia viva del alma mediterránea

Lleva más de 40 años investigando y trabajando con plantas medicinales ¿Cómo empezó su conexión con este mundo?

Empezó porque ellas me llamaron. Inicié un viaje largo en busca de unas plantas concretas, conocidas entonces como plantas de poder. Pero fueron ellas mismas las que me indicaron que no eran las adecuadas para mí. Me dijeron, por decirlo así, que debía dedicarme a las plantas que curan, a aquellas que ayudan a mantener la salud.

¿Ese viaje fue al Amazonas o a otro lugar?

No, el Amazonas vino después. Aquel primer viaje fue al Pirineo aragonés y catalán, convencidos de que allí encontraríamos las plantas que buscábamos. Así fue como realmente inicié este camino de las plantas que curan. Supongo que también obedecía a una vocación infantil: la de ayudar a los demás. Más adelante, una de las grandes plantas del imaginario occidental me confirmó que estaba en el camino correcto. Me animó a seguir.

Mi vocación siempre fue ayudar. Las plantas solo me enseñaron el camino

¿Qué planta fue esa?

La mandrágora.

Esta planta no es muy conocida ¿Podría darnos unas pinceladas sobre ella?

La mandrágora es la planta más importante de Occidente. Está presente en textos de hace más de cuatro mil años. Aparece en el Génesis, en el Cantar de los Cantares de Salomón, en el papiro de Ebers del Antiguo Egipto, combinada con loto azul y otras plantas sagradas. En Oriente también se la conoce, aunque allí se ha valorado más el ginseng. Los chinos decían que el ginseng era superior a la mandrágora, pero yo lo veo al revés: el ginseng es, quizá, su reflejo oriental. Las dos son raíces maestras.

La mandrágora es la raíz del alma vegetal de Occidente

¿Y cuál ha sido tradicionalmente su uso principal?

Principalmente ritual y ceremonial. Parece que formaba parte de los misterios eleusinos en Grecia, y de los cultos a Isis y Artemisa. En Egipto, en las primeras dinastías, ya se empleaba en ceremonias de fecundidad y abundancia, tanto para la tierra como para las personas.

Su poder simbólico está asociado a la fertilidad, al renacimiento, a la conexión con lo invisible. Por eso ha sido venerada por culturas celtas, germánicas y por corrientes iniciáticas posteriores como los rosacruces, donde se la consideraba planta maestra por excelencia.

Curiosamente, hoy sabemos poco de ella. Más, incluso, de sus parientes cercanos —como la datura— que de la propia mandrágora. Y eso que es menos peligrosa que otras solanáceas. Mal utilizada, como cualquier planta, puede ser tóxica. Pero bien comprendida, es muy valiosa.

Y ahora está en peligro de extinción…

Sí, por eso es fundamental ser respetuosos. Lo mejor es cultivarla. Es perfectamente posible reproducirla por semilla, respetando siempre la planta madre. No cuesta tanto. Se pueden conseguir semillas y, con unas mínimas nociones, cultivarla sin agotar los ejemplares silvestres. La mandrágora es parte del alma vegetal de Europa. Protegerla es proteger nuestra memoria, nuestro vínculo con lo sagrado natural. Y eso nos compromete a todos los que amamos las plantas, la tierra y su sabiduría.

Debemos respetar la mandrágora. Es mejor cultivarla, no agotar los ejemplares silvestres

Es muy viajero, ¿cuáles han sido las expediciones etnobotánicas que más han marcado su trayectoria?

Ha habido varias. La primera que me marcó profundamente fue en 1990-91. Organizamos una expedición científica que partió de Colón, en Panamá, y llegó hasta el río Orinoco. Lo hicimos en pequeñas lanchas, bordeando toda la costa latinoamericana y adentrándonos hacia el interior en distintas zonas para estudiar a los pueblos indígenas. En mi caso, los estudios eran de carácter etnobotánico: me centraba en las plantas utilizadas por esas culturas.

A lo largo de los años he regresado varias veces a la Amazonía y también he viajado a México en numerosas ocasiones. No siempre el objetivo principal era el estudio de las plantas, pero ellas han estado siempre presentes, como compañeras de viaje.

Recuerdo que el primer viaje a México fue más bien arqueológico: un recorrido por las grandes ciudades mayas, visitando pirámides y centros ceremoniales. Pero, incluso allí, las plantas se hacían presentes. A partir de cierto momento, empezaron a formar parte inseparable de mi forma de ver y habitar el mundo. En cada incursión en la naturaleza, siempre estaban ahí.

También he recorrido gran parte del territorio peninsular, claro. Pero mis destinos internacionales más significativos han sido en Latinoamérica. Por ejemplo, estuve en Guatemala, cerca de la frontera con Honduras, conviviendo con pueblos indígenas que aún conservan una relación muy viva con el mundo vegetal.

Y estos pueblos con los que ha trabajado conservan una relación ancestral con las plantas que aquí, en Occidente, hemos perdido.

Sí, ellos han mantenido mucho más viva esa conexión con los ancestros, con el saber de los abuelos, de los antiguos aborígenes. Su vínculo con la naturaleza no se ha roto como aquí. En Occidente también tuvimos esa relación, claro, hasta bien entrado el siglo XX. Luego se ha ido fracturando.

Durante siglos, las plantas formaron parte esencial del arte de curar. Incluso en la Edad Media, pese a las persecuciones, había un conocimiento profundo que circulaba, muchas veces de forma clandestina. Pero con la llegada de ciertos poderes —religiosos, políticos, académicos— ese saber fue marginado.

Hasta mediados del siglo XX, la fitoterapia era parte de los estudios de medicina. Luego fue excluida, junto con otras formas de medicina natural. Hoy se las llama alternativas, aunque a mí me gusta más decir complementarias, porque nunca han pretendido sustituir a la medicina oficial.

La fitoterapia no busca sustituir a la medicina oficial

Y, mientras tanto, en esas culturas indígenas, el vínculo se ha mantenido…

Sí, con más fuerza. También sufrieron persecuciones, claro, pero su conexión con la naturaleza ha permanecido más virgen, más cercana. Eso ha hecho que su bagaje en el uso de plantas medicinales sea mucho más rico que el nuestro en Occidente. Y ahora, curiosamente, también en esas comunidades empieza a verse una pérdida. Pero lo importante es que hay un enorme interés por recuperarlo. Están redescubriendo lo que nunca debió dejarse atrás.

Dentro de toda esa farmacopea que existe en la selva también están esas plantas maestras que abren la mente a otros estados de conciencia. Y los pueblos indígenas tienen un conocimiento y una tecnología muy precisa sobre su uso.

Claro. Los años de práctica, de aprendizaje continuo, les han llevado a un conocimiento muy profundo de estas plantas. Todas las plantas maestras que he podido conocer, estudiar o experimentar, tienen también un efecto sobre el cuerpo físico y sobre lo anímico. Todas participan, en alguna medida, del ámbito de la sanación.

Y cuando pensamos en estas plantas, nos viene a la cabeza el Amazonas. Pero, ¿existe también una farmacopea semejante en la península ibérica o en las islas?

Por supuesto que la hay. La ha habido siempre. La península ibérica, como gran parte de Occidente, posee una tradición antigua en el uso de plantas sagradas, aunque duramente perseguida.

Las persecuciones no empezaron con la Iglesia. Ya en la Grecia clásica, cuando Pericles unificó las ciudades-estado, lo primero que hizo fue eliminar los cultos antiguos. Entre ellos, rituales que usaban mandrágora y otras plantas en ceremonias ancestrales.

Esto se repite en todo proceso imperialista: destruir los cultos previos para imponer un nuevo orden. Roma perfeccionó esa estrategia, especialmente tras su alianza con el cristianismo alrededor del siglo IV. A partir de ahí, eliminaron sistemáticamente los ritos paganos para consolidar su control espiritual y político.

En la Galia, en Britania, aquí mismo en Hispania... el patrón fue el mismo. Y, tras la caída de Roma, esa mentalidad se mantuvo. Los tribunales de la fe fueron su expresión más violenta. Muchos murieron por conservar o practicar el saber ancestral de las plantas. A quienes lo hacían se les acusaba de brujería.

Aun así, muchas plantas se siguieron usando, muchas veces en secreto. La gente arriesgaba la vida por ese saber. Y, gracias a eso, hoy podemos redescubrir plantas que nunca dejaron de estar aquí.

La gente arriesgaba su vida por saber sobre las plantas curativas. Ya en la Grecia clásica intentaron eliminar los cultos antiguos; entre ellos, los rituales que usaban mandrágora

Ha investigado en bibliotecas muy singulares, como la del monasterio de Santo Domingo de Silos. ¿Qué tipo de manuscritos ha encontrado sobre estos temas?

Muchos. En realidad, los monasterios han sido los principales centros de conservación del conocimiento. La expansión del Císter, por ejemplo, les dio acceso a textos de Oriente, de Jerusalén, del mundo musulmán. Todo ese saber se recopilaba en bibliotecas monásticas: auténticos santuarios del conocimiento.

La del Escorial, por ejemplo, llegó a ser más importante que la Biblioteca Nacional. Allí encontré textos de Avicena, Averroes, autores hebreos, alquimistas de todas partes. Algunos eran muy difíciles de entender porque estaban encriptados, como los tratados alquímicos, ya que muchos alquimistas eran clérigos que debían protegerse de la represión.

Llull, Arnaldo de Vilanova... eran médicos, alquimistas, místicos. Eran sabios integrales, hombres del Renacimiento antes del Renacimiento. Sabían de botánica, de química, de medicina, de filosofía. Como Leonardo, que diseñaba máquinas y escribía tratados sobre el cuerpo humano con igual rigor.

Eran auténticos hombres de conocimiento.

Exacto. Y tenían discípulos. Enseñaban una visión del saber como totalidad. Conocían los ritmos de la naturaleza, los movimientos celestes, los secretos de las plantas. Lo mismo hacían los druidas: poetas, curanderos, sabios. En cada cultura, en cada época, siempre ha habido figuras que encarnaban ese conocimiento amplio y profundo.

¿Y qué nombre recibían esos sabios?

En Siberia, los llamaban chamanes. Aquí eran magos, hechiceros, sabios... Luego, en Occidente, bajo la protección de ciertos sectores de la Iglesia, algunos pudieron seguir su labor. A lo largo de los siglos han existido hombres y mujeres que conservaron ese saber, incluso en tiempos muy difíciles. Hasta el siglo XX hemos tenido grandes figuras: Rudolf Steiner, Wilhelm Reich... Gente que pensaba más allá de las especialidades. Que intuía lo que hoy empezamos a redescubrir.

Pero la ciencia también ha perseguido, ¿no?

Claro. A veces en nombre del progreso se ha combatido lo que la religión ya combatía antes: el vínculo con lo natural. Paradigmas que se repiten. Pero ahí están, para que sigamos aprendiendo.

Y las celebraciones estacionales —solsticios, equinoccios, lluvias de estrellas— también formaban parte de esa conexión, ¿no?

Sin duda. Aquí en la península, las comunidades se reunían en torno a esos momentos sagrados: el solsticio de verano, el de invierno, los equinoccios. También en fechas como la Candelaria o San Lorenzo. Eran celebraciones populares, sí, pero en su centro había ceremonias con plantas específicas. Las que hoy llamamos plantas maestras.

Si tuviera que hacer un pequeño ranking, ¿cuáles serían las plantas imprescindibles para usted? Sé que elegir cinco puede ser poco, pero, ¿cuáles señalaría como especialmente completas?

Hablando desde el ámbito de las plantas curativas —las que vienen con vocación de ayudarnos a sanar— hay algunas que para mí son fundamentales.

En primer lugar, sin duda, el aloe vera. Es una planta extraordinaria, no solo por sus aplicaciones terapéuticas. Tiene usos alimentarios, cosméticos, higiénicos… pero sobre todo, guarda una medicina del alma profundamente poderosa. La considero de primer orden. Llevo años estudiándola y cada vez descubro más.

Luego están los hongos medicinales, que también me interesan muchísimo. Son poco comprendidos aún, pero han sido venerados desde la India hasta China, y también aquí, aunque con más reservas. Algunos pueden ser peligrosos si se usan mal, claro: la dosificación, la preparación, el contexto… todo eso importa. Pero, bien empleados, su potencial es inmenso. Uno de los más notables es el reishi.

Otra planta que siempre tengo muy presente es el romero. Es una planta sagrada, reconocida por culturas de todo el mundo. En la Sierra Nevada de Santa Marta, en Colombia, me hablaron de ella con veneración. El romero ha sido usado, estudiado, venerado… y con razón. Está muy cerca de nosotros, literalmente y simbólicamente. Es una planta protectora, energética, armonizadora.

El tomillo, por su parte, es una de esas “plantas humildes” que esconden un poder inmenso. Su nombre latino es Thymus vulgaris —“vulgaris” solo quiere decir común, no vulgar en el sentido peyorativo—, y es un antibiótico natural, un gran antiséptico, un tónico que refuerza el ánimo, que combate el miedo. Una medicina esencial en sí misma.

Y luego hay plantas como la malva, que muchos consideran “malas hierbas”. ¡Bendita maldad! Estoy rodeado de ellas ahora mismo mientras hablamos. La malva es una joya: suaviza, calma, ayuda en el sistema respiratorio, tanto en vías altas como en las bajas. Es tan completa que hay dichos populares que le rinden tributo. Uno medieval decía: “Malva te doy por remedio, con malva te has de curar; si no te cura la malva, mal vas de tu enfermedad”.

¡Qué bonito!

Sí, es precioso. Y tiene mucho sentido. La malva ha estado siempre en los huertos. Otro refrán dice: “Con un pozo y un malvar hay medicina para el lugar”.

Y también está eso de “irse a criar malvas”...

Sí, esa expresión ha generado malentendidos. No tiene que ver con la muerte en el sentido fatalista. Lo que pasa es que la malva crece especialmente bien en terrenos muy ricos en nitrógeno —es decir, terrenos orgánicos—. Y claro, los cementerios lo son, por razones obvias. Por eso, tradicionalmente, donde hay enterramientos crecen malvas más grandes, más hermosas. De ahí viene la expresión. Pero el vínculo de la malva no es con la muerte, sino con la regeneración orgánica, con lo fértil, con lo que sigue vivo. Es la vida que brota de la transformación.

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