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Ramon Llull, el genio mediterráneo que creó 'el algoritmo de Dios' y unió todas las ciencias

Ramon Llull, uno de los más importantes filósofos del Mediterráneo.

Alberto Fraile

Mallorca —
10 de junio de 2025 22:09 h

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Nació en una isla conquistada por la cruz, vivió entre tres lenguas y soñó con un lenguaje universal. Fue cortesano antes que místico, programador antes de que existiera la informática, filósofo antes de que la universidad reconociera su genio. Ramon Llull (Palma, 1232–1316) es, ante todo, un desafío a las categorías. Fue muchas cosas a la vez —teólogo, lógico, poeta, científico, misionero, diplomático— pero nunca fue solo una. En una Europa de dogmas y fronteras, pensó el conocimiento como un puente.

En un tiempo en que pensar era repetir, él se atrevió a combinar. Inventó un sistema que transformaba atributos divinos en argumentos racionales. Lo llamó Ars Magna y lo propuso como herramienta universal para demostrar la verdad por medio de la razón. Con ella quería convencer a cristianos, judíos y musulmanes, no con la espada ni con la autoridad, sino con la inteligencia compartida.

“Admiro a Ramon Llull y a Juan de Herrera porque son los seres más extremadamente exagerados que conozco”, dijo Salvador Dalí, que lo entendió como pocos: no como un beato anacrónico, sino como un arquitecto de mundos. Como Herrera con El Escorial, Llull diseñó su propio monasterio interior: una obra total donde convivían la lógica, la fe, la música, la astronomía y el amor divino.

Fue creador de una obra oceánica en catalán, latín y árabe. Elevó la lengua catalana al rango filosófico, fue el primer europeo en escribir tratados teológicos en árabe y empleó el latín como llave de acceso al debate escolástico. Fundó la literatura catalana, pero también la diplomacia intercultural. Su Llibre de meravelles (1288), su Blanquerna (c. 1283) o el Llibre d’amic e amat (incluido en Blanquerna, c. 1283) no son solo joyas literarias: son manifiestos de una nueva forma de entender el saber como camino interior y ejercicio de razón.

Llull fue poeta, lógico, místico y científico a la vez. Inventó un sistema para pensar lo absoluto y escribió en tres lenguas para hablar con el mundo

El escritor mallorquín Cristóbal Serra lo describió como “un hombre inquieto, con una inteligencia prodigiosa y una imaginación desbordante” y denunció el olvido parcial de su legado: “Lo han reducido a un autor de libros religiosos en catalán, pero se margina su obra en latín, que, por su dificultad, casi nadie ha leído”, comentó en una entrevista indédita publicada por elDiario.es.

El legado de Llull —con más de 280 títulos conservados— abarca desde tratados de mística hasta manuales pedagógicos, desde utopías noveladas hasta diagramas algorítmicos. No buscaba acumular saber, sino ordenarlo. Y no para unos pocos, sino para todos: para sabios y campesinos, para infieles y cristianos, para el mundo entero.

La forja de un pensamiento fronterizo

A Ramon Llull no lo moldeó solo la fe ni la filosofía, sino el territorio. Nació y creció en una isla dividida, conquistada y reconfigurada: la Mallorca del siglo XIII, escenario de tensiones entre el pasado islámico y el nuevo orden cristiano impuesto por Jaume I. Una isla que no solo cambió de manos, sino de lengua, de leyes y de liturgias.

Entre 1229 y 1231, la antigua Madina Mayurqa fue tomada por la Corona de Aragón y rebautizada como Ciutat de Mallorca. Sin embargo, la cultura islámica no desapareció: persistió en las voces de los esclavos que aún rezaban clandestinamente hacia La Meca. El joven Llull se crió en medio de este cruce: una Mallorca trilingüe, conflictiva y fértil, habitada por catalanes, judíos y mudéjares. “Llull escribió en catalán, en árabe y en latín [...] para hacer llegar su mensaje no solo a papas y reyes, sino también a mercaderes, mujeres y artesanos”, afirma Maribel Ripoll Perelló, filóloga y directora de la Cátedra Ramon Llull en la Universitat de les Illes Balears.

Mallorca no era un rincón periférico, sino un nodo estratégico del Mediterráneo. Desde sus puertos salían naves rumbo a Marsella, Génova, Túnez o Bugía. Circulaban mercancías, pero también códices, mapas y cosmologías. Se estima que dos tercios del tráfico marítimo de la isla tenía como destino el norte de África. El islam estaba cerca —física, comercial y espiritualmente— y para Llull no fue una amenaza, sino una interpelación.

Mallorca, trilingüe y multicultural tras la conquista cristiana, forjó su vocación universal y su decisión radical de dialogar con el otro

Llull entendió que hablar la lengua del otro era pensar con él. Por eso no se limitó al latín. Aprendió árabe para debatir con musulmanes y escribió en catalán para llegar al pueblo llano. Su elección trilingüe no fue retórica: fue política y con la intención de segmentar su audiencia.

Ese contacto cotidiano con la diferencia fue, probablemente, la semilla de su vocación universalista. Desde muy temprano se sintió impelido a dialogar con el otro, no a silenciarlo. A razonar con él, no a convertirlo por la fuerza. “Llull fue místico y racional al mismo tiempo. Desde la contemplación de Dios como creador, buscaba un método eficaz para conocer la realidad creada”, confirma Ripoll.

Así, en el cruce de rutas y religiones, comenzó a gestarse el Llull que siglos después sería reconocido como un pensador total: desde un hombre hecho de contrastes, que eligió comprender antes que imponer.

Cortesano, converso, sabio y misionero

Antes de convertirse en filósofo y visionario, Ramon Llull fue cortesano, poeta trovadoresco y hombre de placeres. Se movía entre los fastos de la corte del infante Jaume II de Mallorca como senescal, componía versos amorosos y gozaba de una posición privilegiada. Era mundano, culto y muy inteligente.

Pero algo se quebró. Hacia los treinta años, según narraría más tarde en su autobiografía dictada en la cartuja parisina de Vauvert, tuvo la visión de que Cristo crucificado se le apareció cinco veces (Vita Coetànea, 1311). Aquel acontecimiento no fue una metáfora, sino una experiencia radical que alteró el curso de su vida. Renunció a sus cargos y bienes, repartió su fortuna entre su esposa Blanca Picany y sus hijos, y se retiró al monte de Randa en busca de silencio y sentido.

Allí tuvo lo que él mismo llamó la “iluminación”. La consecuencia no fue una huida del mundo, sino de un proyecto: crear un método racional para demostrar la verdad, válido en cualquier lengua, para cualquier mente. Así nació el Ars Magna. Para Maribel Ripoll, “la conversión de Ramon debe entenderse en su contexto”. “La visión del Cristo crucificado y la iluminación de Randa pueden leerse como una epifanía personal, pero también como un recurso para legitimar un sistema nuevo y radical”, añade.

Desde entonces, su vida fue una misión. No ingresó nunca en una orden, pero vivió como un franciscano laico, entregado a la pobreza evangélica, la escritura incansable y el viaje incesante. Su cuerpo recorrió caminos mientras su mente construía sistemas. No buscaba fe ciega, sino comprensión lúcida. Quería convencer, no vencer.

Tras una conversión fulminante, dejó la corte para entregarse a una vida de escritura, pobreza y razón al servicio de la fe

Pensador total

Ramon Llull no quiso simplemente conocerlo todo: quiso conectarlo todo. En un mundo donde el saber estaba dividido —la teología por un lado, la filosofía por otro, y la ciencia relegada a los márgenes— él soñó con un sistema unificado, una arquitectura del pensamiento donde las ramas del conocimiento brotaran de un mismo tronco.

Fue, en el sentido más radical y riguroso, un pensador total. Escribió más de 280 obras en catalán, latín y árabe. Cada una era un engranaje de su maquinaria intelectual. En El libro de contemplación en Dios (1271–1274) despliega una teología mística monumental. En Blanquerna (c. 1283), novela filosófica y social, imagina una sociedad ideal guiada por la virtud. En El libro del amigo y el amado (c. 1283), incluido como apéndice contemplativo de Blanquerna, condensa la experiencia del alma con una intensidad poética que anticipa a San Juan de la Cruz. Y en El árbol de la ciencia (1295–1296) diseña una clasificación orgánica del saber humano, como un bosque estructurado por jerarquías de conceptos.

Su obra abarca más de 280 títulos. Unió teología, ciencia, literatura y lógica en un sistema coherente y visual del conocimiento

En el corazón de ese universo se encuentra el Ars Magna: una máquina lógica que combinaba nociones esenciales (bondad, sabiduría, gloria, justicia...) para deducir conclusiones mediante figuras móviles. Fue un intento de formalizar el pensamiento humano antes de la lógica simbólica. Una especie de álgebra de lo absoluto. “Llull crea un sistema para relacionar verdades a partir de unos principios absolutos. Su capacidad para poner en diálogo conceptos lo hace radicalmente moderno. Con sus figuras, daba una dimensión visual al razonamiento”, afirma Ripoll.

Su lógica no excluía la fe: la afinaba. En Llull, pensar era orar. Ordenar conceptos, un acto de amor. Por eso su sistema combinaba geometría y pasión, rigor y contemplación. No era un escolástico al uso, ni un místico sin método: era ambos a la vez. Además, Llull no fue un pensador aislado. Recorrió universidades, bibliotecas, monasterios y palacios buscando interlocutores. Enseñó, dictó, discutió. Luchó para que su obra no quedara sepultada en archivos, sino que circulase, se enseñara y se compartiera. Su pensamiento no quería quedarse en la periferia: quería habitar el centro del mundo.

Viajero incansable

La obra de Ramon Llull no nació en una celda ni en un escritorio fijo. Nació en tránsito. Fue un pensador errante, un intelectual del camino. Para él, pensar era también desplazarse: poner el cuerpo en la incertidumbre y la mente en el diálogo. Recorrió el Mediterráneo como un monje sin hábito, pero con método. Viajó a París, capital del saber escolástico, donde se enfrentó al aristotelismo dominante y defendió su Ars Magna ante doctores de la Sorbona.

En Montpellier encontró oídos atentos entre médicos y teólogos. En Roma apeló al papado para fundar escuelas trilingües. En Génova, Nápoles, Pisa y Viena buscó mecenas y discípulos. Pero fue en el norte de África —en Bugía, Túnez y quizás Alejandría— donde su apuesta alcanzó su mayor intensidad: habló en árabe, debatió en público, fue encarcelado… y volvió.

Llull no temía al conflicto. Entendía que el pensamiento solo vale si se somete a prueba. Llevaba consigo pergaminos, ruedas lógicas, tablas combinatorias… y la convicción de que la razón podía ser más poderosa que cualquier ejército. Hasta edad muy avanzada —más allá de los ochenta años— siguió embarcándose hacia puertos hostiles con intención de persuadir. Su objetivo no era la victoria doctrinal, sino el entendimiento. El Mediterráneo no era para él un muro, sino un aula inmensa. Un espacio donde el otro no era enemigo, sino interlocutor.

Recorrió Europa y el norte de África para enseñar, debatir y convencer. Viajó hasta el final de su vida llevando su sistema a todas partes

Precursor de la inteligencia artificial

Mucho antes de que existieran ordenadores, algoritmos o redes neuronales, Ramon Llull concibió una máquina del pensamiento. Su Ars Magna, ideada en el siglo XIII, no era una metáfora: era un sistema lógico, combinatorio y visual con el que aspiraba a demostrar las verdades universales mediante la razón. Ruedas móviles, letras, tablas, principios absolutos… Todo articulado con precisión para producir conclusiones irrefutables. Fue el primer algoritmo filosófico de la historia.

No creó su sistema para impresionar a teólogos, sino para dialogar con el mundo. Con cristianos, musulmanes y judíos. Quería que la verdad no se impusiera desde una autoridad incuestionable, sino que pudiera comprenderse desde la razón compartida. Su sueño era tan audaz como meticuloso: construir un lenguaje común capaz de superar barreras religiosas, culturales y lógicas. El semiólogo y novelista italiano Umberto Eco lo expresó así: “Llull, con su Ars Magna, ofreció una de las primeras tentativas de formalización del pensamiento, anticipando aspectos fundamentales de la semiótica moderna”.

El músico y compositor mallorquín Joan Valent, que prepara actualmente la ópera Lo Foll, dedicada a Ramon Llull, ha profundizado en su obra y pensamiento. Tras ese estudio, ve en Llull una figura de potencia contemporánea aún insuficientemente reconocida: “Las figuras del Ars Magna son el primer algoritmo que ha documentado el mundo. Es un algoritmo que le dio Dios. Llull no es pasado. Es futuro. Y es un futuro que ya ha llegado”. Y añade: “Es un personaje que lo merece todo. Es muy poco conocido. Solo se le reconoce por la lengua o la religión, pero es mucho más que eso”.

Su Ars Magna anticipó la lógica computacional. Fue precursor de la IA, la semiótica moderna y el sueño de un lenguaje universal

Llull, visionario y estructurador de ideas, anticipó un modelo de pensamiento sistemático que hoy se estudia en la intersección entre filosofía, semiótica, computación simbólica y diálogo intercultural. Su influencia, aunque parcialmente olvidada durante siglos, resurgió en los cimientos del pensamiento moderno. Inspiró a Giordano Bruno. Anticipó la idea de un lenguaje formal en Leibniz. Hoy, su obra se estudia en contextos que él jamás imaginó: teoría de sistemas, inteligencia artificial simbólica, semiótica digital. Lo dejó escrito el escritor argentino, Jorge Luis Borges, con cierta ironía: “Raimundo Lulio inventó a fines del siglo XIII la máquina de pensar. [...] Su famosa inutilidad no disminuye su interés”.

Llull no quería calcular. Quería hacer inteligible lo absoluto. Su lógica no era una herramienta de control, sino de comunión. Su sistema no reducía el misterio: lo ordenaba con amor. Fue, en definitiva, un alquimista del pensamiento. Y su legado, lejos de agotarse en la historia, sigue hablando a los desafíos del presente. Si algo nos recuerda Ramon Llull, desde su siglo y su isla, es que razonar no es solo un ejercicio técnico. También es una forma de amar.

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