La isla de Pedrosa: la memoria del antiguo lazareto y sanatorio infantil abandonado en la bahía de Santander

El buque 'Nuevo Gallego' quiso atracar a principios del siglo XIX en la bahía de Santander, pero llevaba enfermos a bordo y por temor al contagio se les envió hasta Menorca, al Lazareto de Mahón. El barco nunca llegó a su destino. En el viaje murieron todos los pasajeros que iban a bordo. Después de este trágico episodio en Santander se autorizó el funcionamiento en 1834 de un lazareto en un pequeño islote cerca de la ciudad.
Cuando en el horizonte de la bahía aparecía un barco con bandera negra o amarilla se desataba una descorazonadora inquietud. Bajo esas enseñas, la nave no podía acercarse a la orilla. Continuaba navegando hacia el fondo, ya que solo se le permitía fondear en la isla de Pedrosa, en Pontejos.
El mástil negro significaba que traía la muerte, un fallecido por la peste o el cólera. La bandera amarilla, con un gallardete rojo en la parte inferior, alertaba de que había enfermos a bordo. La única forma de evitar el contagio era pasar una cuarentena. Las autoridades sanitarias extendían una patente, limpia o sucia. En el último caso, los barcos quedaban confinados en la isla de Pedrosa. Tripulación y pasajeros convivían aislados durante semanas en este lugar, ubicado en una posición estratégica y con un paraje marítimo espectacular.
Hoy, el perímetro de la isla de Pedrosa es un fantasma, un espacio invisible y olvidado en la bahía de Santander. Un lugar con todos los ingredientes para el recreo donde solo habita el silencio. Quizá el estigma de haber sido un lazareto, una isla de paso, de confinamiento para las tripulaciones de los barcos por si traían de ultramar alguna enfermedad contagiosa, ha detenido el tiempo en este apéndice. De alguna manera parece haber cohibido su urbanización, que hubiese privado de encanto a este vergel de naturaleza, para alegría de los pájaros, de las gaviotas, sordas y alcatraces que la frecuentan.

La isla, un oasis de soledad de diez hectáreas, mira hacia los municipios de Astillero y Santander desde Pontejos, y conecta con la realidad a través de un pequeño puente que la disfraza de península construido avanzado el siglo XX, concretamente en 1966. El recorrido por sus veredas de hierba y sus jardines es un plácido paseo, un bálsamo que resucita el pasado en cada recodo con cierto perfume romántico.
Todavía quedan en pie varios pabellones de este singular complejo hospitalario, una iglesia y un teatro modernista recientemente rehabilitado distribuidos por la isla, algunos en mal estado salvo los espacios destinados a la rehabilitación de personas con drogodependencias de la Fundación Cántabra Salud y Bienestar Social, una entidad pública del Gobierno de Cantabria, y las antiguas cocinas, hoy un espacio destinado a actividades de formación. Las construcciones tienen nombres propios: el pabellón María Luisa, el edificio Reina Victoria o el María del Valle.
La hiedra ya no trepa por las paredes heridas del antiguo teatro Infanta Beatriz, que conserva su nombre dibujado sobre un mosaico de coloridos azulejos. En 2023 se rehabilitó su aspecto exterior, sobre todo el tejado, y ahora una mano de pintura amarilla alegra su estampa aunque el interior es un espacio diáfano y sin uso. Está amenazado, además, por las mareas muy altas que provocan que entre agua en su interior.
A su lado, descansa un viejo embarcadero sobre grandes bloques piedra al que se accede por la denominada escalinata imperial de treinta escalones. La bajamar extiende algunos playones en la orilla. Era la entrada principal que recibía los visitantes, cuando la isla no estaba conectada por un puente y solo se accedía a ella en barco. De hecho, había dos pequeños vapores –bautizados como las 'pedroseras'– que se encargaban de hacer la ruta desde muelle de Santander a la isla.
Fuego y desinfección
La isla de Pedrosa atesora un pasado singular. El Puerto de Santander escogió este paraje como fondeo de cuarentena, oficialmente desde 1869. Allí se trataba a los tripulantes y pasajeros con enfermedades infecciosas como fiebre amarilla, peste, viruela, cólera o malaria. Aunque más comunes eran la tuberculosis, la sífilis o el carbunco. Se desinfectaban los barcos y se quemaba la carga y los enseres, como mandaba el protocolo.
El investigador Francisco Vázquez de Quevedo narra, en un estudio sobre la isla, que el consignatario de buques Bustamante y Gallo también pidió a la Junta de Comercio de Santander que se confinase siete días en Pedrosa a los barcos “con patente limpia” que venían de Las Antillas y Venezuela.
Los confinados no podían, bajo ninguna circunstancia, abandonar aquel perímetro. De hecho, estaban constantemente vigilados por carabineros y solo se comunicaba con el exterior a través de barcas que llevaban los suministros.
Uno de los barcos que fondeó en este lazareto fue el vapor Machichaco, de triste memoria para la ciudad, procedente de Bilbao. Allí había pasado una cuarentena por el tercer episodio de cólera que sufrió y las autoridades de Santander, para mayor seguridad, le hicieron confinarse en Pedrosa antes de atracar en el muelle. Allí fue donde la carga de dinamita estalló al romperse uno de los bidones de ácido sulfúrico que transportaba en la cubierta provocando cientos de muertos y heridos.
En el lazareto murieron también muchos de los confinados. Algunos soldados que llegaron en pésimas condiciones de salud de la Guerra de Cuba fueron enterrados allí, frente a la capilla, en un cementerio clausurado en 1933 –según explica la monografía sobre Pedrosa de Vázquez de Quevedo– sobre el que se edificó el pabellón donde vivió el administrador.
De lazareto a sanatorio infantil
Como otros lazaretos de la época, fue reconvertido en sanatorio especializado en tratamientos de las enfermedades infantiles por orden de Alfonso XIII, en 1914. Así, el lazareto de la isla de Pedrosa, que llegó a tener 600 camas, acogió niños de media España, muchos de ellos afectados por tuberculosis ósea y otras afecciones fundamentalmente traumatológicas con frecuencia causadas por la poliomielitis.
Los niños, que en su mayoría procedían de entornos desfavorecidos socialmente, tomaban buenos alimentos y baños de sol en las terrazas de los pabellones a donde les sacaban en sus propias camas. Algunos pasaron en la isla hasta cinco años, por eso también había maestros que les daban clases.
El primer director médico que tuvo este complejo sanitario de Pedrosa, con salas de operaciones recubiertas de mármol y un gabinete de rayos X, fue Manuel Morales, que posteriormente fundó en Peñacastillo un conocido sanatorio para trastornos psiquiátricos cuyos métodos fueron cuestionados y denunciados por una de sus pacientes más ilustres: la artista Leonora Carrington.

En 1920 la propia reina Victoria Eugenia visitó la isla para poner la primera piedra del Teatro Infanta Beatriz. En el exterior, en una zona boscosa conocida como La Picota, a la entrada del complejo sanitario, se levantó el pabellón María Luisa Pelayo donde se alojaba a enfermos de larga estancia.
Era una ciudad en miniatura: tres pabellones, la casa del médico, la de las enfermeras, teatro, iglesia y balneario. Había hasta campo de fútbol, cancha de tenis y frontón. En los primeros años fue incluso un pequeño oasis autosuficiente con una huerta, gallineros y cuadras de ganado con un extenso parque de pinos.
El Archivo Histórico de Cantabria custodia algunos números de 'La Voz de Pedrosa', un semanario infantil que daba cuenta de las novedades de la isla. En agosto de 1928 informa de la visita de la familia real. Alfonso XIII llegó al embarcadero hoy olvidado “en una gasolinera de nombre Fackun-Tu-zin” para protagonizar el inicio de las obras de capilla. “Prefiero poner la última piedra a la primera porque he puesto alguna primera piedra y luego no se ha hecho la obra”, comentó.
El sanatorio cerró en 1988
El sanatorio cerró sus puertas en el invierno de 1988. El 12 de diciembre despidió a sus últimos habitantes. En los últimos años, se organizaba una cabalgata de Reyes por mar. Atravesaban la bahía en barca para llevar alegría, juguetes y regalos a los niños ingresados.
Cada vez eran menos: la tuberculosis y la poliomielitis dejaron de ser tan habituales por el efecto de las vacunas, así que se decidió el traslado de los enfermos y el personal médico al Hospital de Liencres que se había fundado en 1950 como Sanatorio Antituberculoso de la Santa Cruz.
El Gobierno de Cantabria, propietario de la isla, habilitó tiempo después un centro para la recuperación de personas con problemas de drogodependencias en uno de los pabellones que está completamente rehabilitado. La capilla se reconvirtió en un salón de actos, la cocina en un espacio de formación. Pero, entre eucaliptos centenarios, pinos y magnolios, sobre el resto de los edificios de la isla habita el olvido.
0